miércoles, 9 de septiembre de 2009

¿Dónde comienza mi relación con el acto poético?


Entre el cuarto y el quinto fin de semana de mi estancia en Moscú, el desarrollo de los acontecimientos me condujo hacia uno de mis primeros simulacros de acto poético en tierras eslavas. En una sociedad como la rusa, que en ocasiones da la impresión a los ojos occidentales de que se asfixia sumida en su propia existencia, quise encontrar un soplo de aire fresco en mitad del marasmo existencial que asediaba a su gente. Había decidido visitar el cementerio de Novodevichi, para ser más concreto, la tumba de Shostakóvich.

Junto a la entrada me detuve en el escaparate de la floristería anexa. No me había planteado el propósito de comprar flores, y sin embargo algo me arrastró a buscar en su interior. Sin reparar en nada más, entré decididamente. Una rosa roja fresca como símbolo de respeto era todo lo que necesitaba antes de mi encuentro ante su lápida. No soportaba la idea de entrar con las manos vacías para rendirme ante quien tanto significaba para mí. Es cierto que la admiración por alguien es un sentimiento muy profundo que no es necesario exteriorizar para saberlo intensamente real, pero las manos en los bolsillos habría resultado un gesto demasiado descortés.

Tras salir de la floristería con mi rosa inicié una lucha silenciosa por aproximar cada vez un poco más la yema de mis dedos a su impasible tallo a la vez que caminaba hacia la entrada del cementerio, ignorando todo lo que me rodeaba. En aquel momento mis ojos no veían sino pétalos y espinas. Como la caída de un rayo que golpea con firmeza el manto de hierba, un brazo detuvo mi paso. Era el guardia de seguridad del cementerio, que con un gesto de frialdad me indicaba un letrero junto a la puerta: "Prohibido entrar sin pase". Busqué en el interior de mis bolsillos y le mostré cuantos documentos alcanzaban mis manos. Sin embargo, resultó inútil. Mi tarjeta de estudiante de la Universidad Estatal de Moscú no era suficiente para traspasar la fría verja que me separaba de Shostakóvich.

- ¿Por quién viene?
- Por Shostakóvich.
- No se puede pasar.

¿Cuántas veces mi cabeza ha vuelto a aquel recuerdo tratando, sin éxito, de cambiar lo que se resistió a salir bien? Una vez más quería ignorar que únicamente se puede cambiar el pasado en la mente. Si al menos se me hubiera ocurrido decirle algo en aquel momento... "He comprado esta rosa para él. Solo quiero ponerla en su lápida. La última vez que vine sólo vi unas flores de plástico desgastadas. Si no me está permitido pasar, por favor, ¿podría usted guardar esta rosa y colocarla sobre su tumba?"

El estridente silencio había cubierto por completo mis palabras. Todo sonido había muerto antes de rozar mis labios. Tan solo fui capaz de darme la vuelta mientras agachaba la cabeza y abandonaba aquel lugar. Reprimiendo la necesidad de llorar, emprendí el camino hacia la estación de metro Sportivnaya, a unos diez minutos del cementerio, con el único deseo de volver a la residencia de estudiantes de la universidad, dos estaciones más allá en la línea roja hacia las afueras de la ciudad.

A medida que avanzaba en mi camino, mi tristeza fue poco a poco convirtiéndose en vergüenza. El dolor perduraba, pero había tomado una nueva forma. A cada paso me hacía consciente de que las calles por las que me movía, la ciudad, el país, el mundo entero, estaban llenos de gente que no podía permitirse gastar tiempo ni lágrimas en banalidades como la que había conseguido sumirme en aquel sentimiento.

En España a menudo es posible no darse cuenta de este tipo de cosas; en Rusia muchas veces uno se ve obligado a apartar la mirada para no ser golpeado por la realidad. Me encontré una vez en el metro con una anciana cargada de bolsas, quizá llenas de productos para vender en el mercado, o de flores con las que ganarse unos pocos rublos tras todo un día en un sucio rincón de la ciudad. Se había quedado dormida mal sentada en uno de los bancos del metro. Sus ojos cerrados dejaban ver los pliegues y la suciedad de sus párpados. Toda una vida de lucha, probablemente iniciada con una corta infancia, para alcanzar, tras tantos años de estrecheces, una vejez en estas condiciones. Y yo desangelado porque se me había denegado la entrada a un cementerio.

Cuánto me queda por aprender de la gente que sufre. Cuántas lecciones de entereza y dignidad me faltan por descubrir. No podía seguir echando la vista a un lado, no quería seguir creyendo que todo aquello no estaba en mis manos, que no había nada que yo pudiera hacer para cambiar las cosas. Decidí iniciar el cambio precisamente con aquella rosa que se perdía de rubor entre mis manos. Cuando quise darme cuenta, entre pensamientos y divagaciones había llegado a Sportivnaya.

La primera persona con la que me crucé, y en cuyos ojos traté en vano de encontrar el brillo de la ilusión fue la revisora del metro. Junto a la cabina, controlaba la gente que salía y entraba, velando por que nadie atravesara la barrera sin pasar su billete por la máquina registradora. Me acerqué a ella y, con la expresión de seriedad eslava que, después de varios meses viviendo allí ya había hecho mía, le tendí la rosa para que pudiera cogerla de mi mano. Se me quedó mirando seria, muy seria, con una expresión mezcla de incredulidad y desconfianza.

- ¿Qué es eso? ¿Intenta pasar sin billete? ¿Acaso no tiene?
- Sí, tengo -le respondí mientras sacaba mi billete del bolsillo.
- ¿Entonces esto qué significa? Déme su billete.
- Vine a visitar la tumba de Shostakóvich. Compré una rosa pero no me dejaron entrar...
- A mí no tiene que darme nada. Pase.
- Pero yo quiero dársela.
- No tiene por qué darme nada.

De repente entendí que, para que el acto poético floreciera, tendría que enfrentarme a numerosos obstáculos. Quizá el tiempo o el dinero condicionaran los frutos, pero la mayor barrera a partir de entonces serían la desconfianza y la incomprensión de la gente.

3 comentarios:

Ocnebius dijo...

Sencillamente, hermoso. Te sigo la pista, aunque lleve tiempo sin comentar. Gracias por estas pildoritas de poesía, que tan bien vienen en el día a día. Un abrazo!

Anónimo dijo...

Hola! Es cierto que la vida nos da lecciones con el sufrimiento, pero sin él, no avanzaríamos, aunque a veces resulte y devengue en una vida que nos haga sufrir y penar durante la mayor parte de su 'camino'. Aquella mujer mayor que viste en el metro, posiblemente se hubiera 'alegrado', al recibir aquella rosa de tus manos.

Si vuelves por allí, y la vuelves a encontrar, dásela, seguro que te lo agradecerá, pues al menos verá que algo bueno le ha deparado la vida, y es que un perfecto desconocido, un detalle le ha propiciado, y junto a ese detalle, alegría le ha proporcionado.

Besos 'OWA', mal escrito con el alfabeto latimo, pero ahora no dispongo de otro en el teclado.

Sé feliz.

Jesús.

Diego Carrere Prieto dijo...

Qué buen testimonio, Oscar... hacer de algo triste una reflexión, y compartirla, tal vez sea una forma de acto poético, ¿no crees?.
Cierto que cada acto poético es un triunfo; todo lo pequeño que se quiera, pero de esos tan trabajosos como necesarios para los sujetos sueltos que andamos por allí.
Dudo que alguna vez pueda llegarme hasta Rusia, tan poco aventurero y tal lejos que estoy, pero también intentaría llevarle una flor a nuestro Demetrio.
¡Maldición! además me iré del mundo sin visitar el corazón de Chopin para dejarle un clavel rojo; y cortar una hebra de pasto en la cantera de la tumba de Keats.
:(

¡Saludos!
Rintrah