miércoles, 21 de octubre de 2009

¿Debe el arte estar subyugado a un fin?


Esta es probablemente una de las preguntas que han acompañado al desarrollo creativo desde los primeros primerísimos instantes de su nacimiento. El arte es un concepto al que muchos no han sabido cómo enfrentarse, qué esperar de él, si es que se puede esperar algo, cómo manipularlo y qué beneficios buscar en él. El pensamiento pragmático lo ha sometido innumerables veces a juicio porque, según este criterio, no es lícito considerar el arte como fin en sí mismo. Ha de convertirse pues en medio para la consecución de algo. Este algo ya ofrece un amplio abanico de posibilidades, pero lo que queda claro según esta interpretación es que la obra artística adopta el papel de canal hacia un propósito, digamos pragmático u objetivo. Sea difundir ideologías, incitarnos al consumo... o sencillamente hacernos reír o llorar. Fines objetivos, o al menos expresados en un lenguaje diferente al artístico, uno más primario, más accesible. De hecho podemos encontrar ejemplos más o menos ilustrativos a lo largo de toda la historia, desde las pinturas rupestres que buscan representar una realidad, pasando por los patrones clásicos que van un paso más allá, no únicamente como representación de la realidad sino como búsqueda de un patrón estético, de belleza...

A partir de esto surge una gran variedad de clasificaciones en el gremio. Centrándonos en el terreno de una de las artes más escurridizas, la música, hablamos muchas veces de formalismo y realismo. A grandes rasgos consideramos música formalista aquella no programática, la que no pretende transmitir ningún argumento fuera de la propia música. En este caso la música es causa y consecuencia, lenguaje único que no necesita (y conforme a posturas puristas, tampoco debe) ser interpretado ni traducido, sino que ha de ser considerado autoconsistente per se. Del otro lado, la música realista, aquella irremediablemente ligada a un programa, esto es, a una historia, con un fin, con un hilo conductor extramusical. Por supuesto, defensores y detractores hay en ambos bandos, ya que motivos, tanto a unos como a otros, no les faltan. Es por este motivo por el que, ante disyuntivas de esta naturaleza, lo ideal generalmente es conservar una postura ecléctica y rescatar lo mejor de unos y de otros.


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