viernes, 27 de noviembre de 2009

Schopenhauer en la forma, Osha en el contenido

“Χαλεπά τά καλά” o “lo noble es arduo”, que diría el filósofo. ¿Y qué hay más arduo en los tiempos que vivimos que el crear, el construir? En mitad de una sociedad en la que subyace la apología de la destrucción, no como fin pero acaso sí como medio, el proceso creativo a menudo queda dotado ante los ojos mortales de una naturaleza exótica, extraordinaria, como si de una especie de milagro inexplicable se tratara. Quizá sea precisamente ésta una de las disyuntivas principales entre la labor divina y la humana. Mitológicamente, se ha representado a Dios como aquél que crea, que construye, que configura, mientras que al género humano ha parecido encomendársele la tarea de eliminar, de destruir, de desfigurar. Ambas acciones, tan contrapuestas, parecen surgir en parte como medio, como herramienta mediante la cual alcanzar cierto fin, en parte como producto directo de la naturaleza de quien las lleva a cabo. De este modo podríamos incluso hablar de una naturaleza divina creativa a la vez que de una naturaleza humana destructiva. Por supuesto, al igual que se establece entre el ying y el yang, sería un error diferenciar un ámbito plenamente constructivo de otro plenamente destructivo. Es precisamente la introducción del impulso constructivo, creador o creativo en la naturaleza humana lo que dota a quien lo expresa de cierto halo divino, extraterrenal.

Precisamente, el acto creativo, al menos el que nos ocupa, es decir, el humano, requiere de cierto trabajo intelectual, de un proyecto firme, de una planificación previa, mientras que el acto destructivo se produce de cualquiera de las maneras, sin orden ni concierto, de forma espontánea, como lo reflejan los principios de la física. Destruir se puede hacer de infinitos modos, mientras que construir solamente se puede de unas pocas formas, y éstas disminuyen a medida que el resultado al que se quiere llegar, el propósito final, es cada vez más concreto. Este comentario queda ejemplificado con la sentencia: “Un vaso puede destruirse de muchas maneras, pero solo puede construirse de una”. Por supuesto, el acto destructivo también exige cierta dosis de inteligencia. Es este el mismo motivo por el que tan solo una persona lo suficientemente inteligente puede llegar a ser realmente malvada. La auténtica estupidez viene siempre impregnada de cierta inocencia, no porque esté emparentada con la bondad, que de bondadosos han sido erróneamente calificados muchos comportamientos carentes de inteligencia. El estúpido está dotado, podría decirse, de la misma inocencia de la que gozan la roca, el pólipo o el helecho.

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